En mi imaginario infantil –como en el de casi
todos los niños- el bosque ocupa un lugar privilegiado. Es
escenario de aventuras y está habitado por protagonistas
de cuentos, esa estirpe maravillosa de la que todos los
afortunados descendemos . ¿Quién no habría querido vivir
como Mowgli en la selva, que como todo el mundo sabe, es un
bosque que no ha ido todavía a la escuela?¿Quién no se ha
estremecido al leer en un mapa “La Selva negra”? ¡No es
concebible oscuridad más grande!. Después, en mi caso, a ese
repertorio legendario se han ido añadiendo otras imágenes de
bosques. Proceden de la botánica, la estética, la
agricultura, la historia, y también de mi experiencia de
caminatas entre árboles o en busca de árboles. Heiddeger,
uno de los grandes filósofos del siglo XX, escribió un
importante libro titulado Holzwege, que significa
“sendas que se pierden en un bosque”. Para él, era una
metáfora de la vida humana. Nuestras vidas no son los ríos
que van a dar a la mar, que es el morir, sino caminos que se
internan en el bosque. ¿Y qué encuentran allí? Depende de
las personas. El bosque, como la vida, es un gran test de
inteligencia.
Y ese test nos revela que el bosque
ha sido víctima de la estupidez humana. Lo hemos quemado,
arrancado, expoliado, despreciado, ensuciado. Lo hemos hecho
víctima de nuestra codicia y también de nuestra pereza y de
nuestra vulgaridad. Los antropólogos nos dicen que la
brillante cultura de la Isla de Pascua desapareció porque
sus habitantes destruyeron sus bosques y se extinguieron.
Esto me anima a hacer un test de inteligencia de las
sociedades que tendría una única pregunta: ¿Qué hace su
cultura con los bosques? W.H.AUDEN entrevió esta posibilidad
cuando escribió “Una sociedad no es mejor que sus bosques”.
Me atrevo a decir más, acaso la forma de pensar, vivir,
cuidar un bosque pueda servir como test de inteligencia
individual. ¿Y usted que piensa, siente, hace con un bosque?
Todo lo anterior lo he explicado para poder
hablar de Joaquín Araújo, que es lo que me interesa, porque
tengo una deuda de admiración con él, y quiero pagarla. Mi
admiración se debe a que para mí representa lo más valioso
de la inteligencia humana. Me niego a admitir que ustedes
piensen que exagero. Nuestra inteligencia es a la vez
científica, poética, práctica, soñadora, contemplativa,
activa, protectora de lo valioso. Ante ella, la realidad es
un permanente estallido de sugerencias maravillosas y
también, por desgracia, de tentaciones. En este libro,
Joaquín nos presenta un bosque compuesto de árboles, y un
bosque compuesto de palabras. Un bosque real y un bosque
simbólico, que no es más que la culminación humana de lo
real. Nos enseña a mirar, a sentir, a comprender y a
expresar. Nos contagia sus entusiasmos, que es la mayor
demostración posible de generosidad. Es un demoledor amable
y contundente de la estulticia. ¿Y que es la estulticia? Se
lo contaré con un ejemplo. La sabiduría oriental dice:
“Cuando el sabio señala la luna, el imbécil mira al dedo”.
Voy a corregir el proverbio. “Cuando el sabio señala a un
bosque, el imbécil mira el infiernillo de sus pasiones: la
codicia, la pereza, la irresponsabilidad, o la soberbia de
la ignorancia.
Al terminar el prólogo a este libro bellísimo,
me asalta una alegre duda. No sé si les invito a leer un
libro de poesía, un libro de ciencia, o un libro de ética.
Joaquin Araujo ha introducido en el mundo del libro una
maravilla del mundo de la agricultura: la hibridación
creadora. Un cerezo injertado en un tronco de membrillo
produce cerezas aprovechando la energía del membrillo. Pues
bien, Joaquín hace ciencia aprovechando la energía de la
poesía, o hace poesía aprovechando la energía del amor, o
cuida la naturaleza aprovechando todos sus amores. A partir
de este momento tengo un motivo justificado de orgullo.
Puedo decir: Yo prologué un libro de Joaquín Araújo.
Jose
Antonio Marina
prologa el nuevo libro de
Joaquín Araújo “Árbol” (Editorial Gadir)